Para la burguesía hay legalidad cuando el Estado se apoya en leyes que le faciliten persuadir al pueblo sobre la validez de sus actos aunque sean injustos. El capitalismo ha hecho legal que la clase trabajadora sea explotada al recibir un salario inferior al valor real de su labor, pues la plusvalía fue inculcada culturalmente y ello explica que todavía muchos pueblos elijan como gobierno a sus propios verdugos burgueses.
Admirable es la legitimidad, porque se basa en una actuación fiel a la justicia, la igualdad social y a revolucionar las leyes de una época injusta. Legítimo es el proyecto de convertir la propiedad y el buen vivir en una imperativa retribución al trabajo de todas las personas y así erradicar los privilegios de las minorías.
La revolución pacífica enfrenta el desafío de la popularidad, que significa ganar el respaldo mayoritario de todos los sectores sociales que han sido históricamente excluidos, no sólo para que mediante sus votos garanticen la continuidad del proceso revolucionario, sino para protagonizar masivamente la transformación económica, política, social, intelectual y cultural que fortalezcan a la sociedad naciente.
Los avances al socialismo plantean la inevitable agudización de contradicciones entre un polo revolucionario y un polo conservador, ambas vanguardias, con sus valores ideológicos y fuerzas materiales, tienen opciones para conquistar la popularidad que les acredite el triunfo político, pues a lo largo de la historia no todo lo justo ha sido popular, ni todo lo popular ha sido justo.
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