Por: Jesús Silva R.
Quien me habló por primera vez sobre la izquierda simpática fue mi padre, Jesús Manuel Silva Alfonzo, debutó como guerrillero en los sesenta y hasta su último día fue un comunista con Chávez.
Me explicaba que después de la paz democrática (fin de la lucha armada) muchos de sus camaradas huyeron a una categoría política conocida como la más simpática e inofensiva de las izquierdas. Derrotada militarmente y angustiada por revivir, pactó con el reformismo, soñando una feliz convergencia. Insinuaban algo así como la convivencia de lo público y lo privado (centroizquierda), pues siempre que existieran controles públicos, la economía funcionaba mejor en manos de los burgueses.
No sólo simpatizaban con la Perestroika, sino que fueron discípulos de ella. Cuando se asomaba una propuesta revolucionaria, ya fuera en el partido, la oficina o el sindicato, estos arrepentidos bloqueaban la dirección colectiva y la participación popular, pues a su juicio, sólo la vanguardia iluminada garantizaba la supervivencia del instrumento. Esa izquierda sin vocación de poder, lloró en cada elección al no lograr más del dos por ciento de apoyo.
Oportunista y engreída, respaldó impresentables candidatos con el pretexto de la fórmula mágica (socialdemócrata) que captaría votos en todos los sectores y fue así que abrió camino a varias aplastantes derrotas. Chávez les pareció antipático, no militaba con ellos y podía ser gorila. Al verlo en las encuestas, le ofrecieron ser diputado pues convenía asegurar espacios y acumular fuerzas para en un futuro (que nunca llega) tumbar a la burguesía.
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