Por: Jesús Silva R.
“Los cargos pasan, pero los hombres quedan”, o “el cargo no hace al hombre, el hombre hace al cargo”, así rezan algunos de los mejores proverbios de nuestra cultura popular en referencia al tránsito de los hombres por el difícil camino de la administración pública. En efecto, al revisar tan extenso tema, pues todos de algún modo hemos tenido experiencias con el orbe burocrático, sea como trabajador, funcionario o desde la desventajosa posición de usuario; es esencial advertir que sobre el papel de las instituciones existen básicamente dos concepciones (la pequeño burguesa y la revolucionaria), definida cada una de ellas por la identidad de clase (dueño o asalariado) que el individuo posea frente al universo social.
Me permitiré presentar un breve análisis desde de la perspectiva marxista de quien suscribe, que a pesar de sumar menos de treinta años de edad, ya la Revolución Bolivariana le ha impuesto varias responsabilidades públicas de rango directivo; aunque es menester enfatizar que nuestra formación política es la de abogado de los trabajadores en el seno de la clase obrera (la fábrica y el sindicato) y no precisamente la del burócrata tradicional.
Aclarado el punto y adentrándonos a la revisión de la concepción pequeño burguesa, vemos al sujeto que se cree propietario de algo, pero en verdad no tiene nada, a excepción de su propia fuerza humana de trabajo (vendida a cambio de un salario) y detectamos que existen reyezuelos embriagados de falso poder, que lejos de ser verdaderos servidores públicos, usufructuan los bienes y prerrogativas del estatus de funcionario para su beneficio personal, el de su pandilla y sus parientes. En ese bajo mundo, infame por demás, es “natural” la abundancia de la mediocridad y que los minúsculos espacios de poder sean disputados entre buitres con las garras de la maledicencia, la mezquindad, la difamación y la perversidad. En efecto, para los envidiosos buitres, el fin justifica los medios, y para nada les importa saberse incapaces profesionalmente a la hora de codiciar con indecencia los cargos que otros detentan por obra de sus cristalinas virtudes.
Por otro lado, existe la visión revolucionaria, la nuestra, una que centralmente nos plantea reivindicar la dignidad del hombre como elemento insoslayable de la convivencia social y que por ende nos exige liquidar todas las formas posibles de explotación y degradación humanas; esta concepción nos ubica como funcionarios al servicio del pueblo, como obreros que ejercemos circunstancialmente tareas directivas sin que ello jamás conlleve la pretensión de ingresar a una nueva clase social “superior”, distinta al proletariado. Somos sencillamente agentes de un Estado popular y revolucionario en construcción que se enfrenta a un viejo ordenamiento burgués amparado por normas y costumbres repugnantes de una data antiquísima.
En estos términos esta estipulada la lucha de clases para nosotros los revolucionarios, batalla tras batalla, nuestro desempeño certifica que aunque seremos odiados por las clases explotadoras y demás sectores atrasados (la burguesía y sus lacayos de la pequeña burguesía), nos hemos ganado el respeto y el afecto de las clases progresistas (los trabajadores y demás excluidos) que insurgen con firmeza por implantar la justicia y la equidad sociales. Seguiremos trabajando. Así se avanza al Socialismo.
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