Por: Jesús Silva R.
Desde el siglo pasado, el bipartidismo se ha desplegado mundialmente como un régimen con fachada democrática donde el poder es administrado monopólicamente por dos grandes partidos subordinados a la autoridad de una misma clase dominante. A su vez, dicha clase está compuesta por una variedad de empresarios, banqueros, terratenientes y comerciantes quienes tienen en común su privilegiada posición económica.
Se trata de una élite explotadora que se apoya en entidades partidistas para mantener la dirección del Estado en un marco de legitimidad que proviene de elecciones aparentemente libres donde todo favorece la victoria del poder económico. Sin embargo la fantasía de alternar entre un partido u otro para que ejerza el gobierno, despierta sensaciones de cambio y renovación de esperanzas en la gente y es así como sobrevive el régimen.
Cuando llega el desgaste del sistema, dada su incapacidad de ilusionar al pueblo que por tantos años ha sido empobrecido y engañado, crece un mayoritario descontento social que sólo con el apoyo de una vanguardia consolidada podrá convertirse en la fuerza capaz de instaurar un nuevo poder que erradique las desigualdades.
Antes de 1998 nunca hubo un gobierno venezolano independiente de potencias extranjeras, pues quienes administraron la república fueron sirvientes del neocolonialismo yanqui (bajos precios del petróleo y flexibilización laboral en 1997 lo ratificaron). Hoy la unión entre pueblo y fuerza armada ha sido la fórmula revolucionaria para derrotar ese bipartidismo burgués que en la actualidad se tambalea en el resto del planeta.